sábado, noviembre 24, 2018

Nuestro decimotercer aniversario

POR MARIO ROSALDO




Durante el ciclo que se cierra hoy 24 de noviembre, pudimos adelantar nuestros estudios críticos sobre los ensayos que Georg Lukács y Günter Weimer dedican, respectivamente, al origen del «irracionalismo» en la filosofía europea y a la influencia «ocasional» de la «superestructura» sobre la «infraestructura» en la «realidad» que, se dice, describe y explica el modelo marxista. Ambos temas son de interés para la crítica arquitectónica en la medida que los exponentes de este campo de investigación —arquitectos, historiadores, estetas y activistas— se ven empujados a abrazar, o bien la causa de la ciencia, o bien la de la filosofía (entendida o no como estética), e incluso a intentar una mezcla de la una y la otra, a la hora de investigar los hechos que marcan y definen la arquitectura ya como una tradición imprescindible, que se nutre de la cultura grecorromana, ya como un movimiento renovador que ubica sus centros dentro y fuera de Europa, y que, por lo menos desde la primera mitad del siglo XX, irrumpe en la historia para señalar nuevos rumbos a una práctica profesional que no se conforma con una adaptación resignada al mundo, sino que aspira a transformarlo espiritual y materialmente. Y las abrazan de principio a fin con todas las consecuencias que trae consigo su decisión. Hay excepciones, desde luego: aquellos que cambian de parecer a medio camino, que se desdicen o descalifican las primeras etapas publicadas de su trabajo.

jueves, noviembre 01, 2018

Arquitectura, cultura y lucha de clases en Brasil (Décima parte)

POR MARIO ROSALDO



1

LA ARQUITECTURA RURAL DE LA INMIGRACIÓN ALEMANA

(continuación)

En el siguiente párrafo del apartado tres, La organización social de una trocha [picada] teuto-gaucha, Weimer —ubicado todavía en la generalidad— asegura que toda «empresa constructiva siguió siendo obra de una colectividad. Dependiendo de la obra, ella podía involucrar a uno o más vecindarios»[1]. Por si se dudara de esta afirmación, Weimer puntualiza un poco: «En último caso, se hacían acuerdos entre las comunidades interesadas a través de sus liderazgos y la división de las tareas se establecían por consenso»[2]. Es decir, si había oposición a participar en una determinada obra, por las razones que fueran, esta se neutralizaba al final mediante el consenso. Hemos de entender, en consecuencia, que la mayoría prefería ayudar a los otros vecindarios en lugar de oponerse al trabajo comunitario o colectivo. Tal vez el consenso también fuera necesario no tanto para oponerse a esa participación, como para elegir las áreas en las que se quería y se sabía trabajar. Incluso podría pensarse que algunos vecindarios buscaban la competencia directa con sus rivales tradicionales o más cercanos: «La construcción de un puente podía dividirse entre dos vecindarios o la construcción de una iglesia, entre varios. En estos casos surgía un espíritu competitivo donde cada parte procuraba ser más eficiente y alcanzar un desempeño semejante al de la otra»[3]. Pero todo esto está dicho de forma abstracta. No es una generalización que corresponda estrictamente a la información levantada en campo. En teoría, se procede de este modo cuando los diferentes casos particulares coinciden en los elementos básicos de su descripción, o cuando forman tipos que se destacan con toda evidencia del conjunto. Por lo demás, si Weimer puede justificar la abstracción de los tipos o modelos con las coincidencias físicas detectadas en los vestigios o en las descripciones de los documentos, en cambio no puede hacerlo con una apreciación puramente subjetiva en la que, retórica y poéticamente, parecen coincidir en forma de paradoja lo espiritual y lo material: el «espíritu competitivo». En otras palabras, si no lo leyeron en alguna parte, alguien tuvo que decirle a Weimer y a sus asistentes que ese «espíritu competitivo» surgía de repente, porque en los vestigios de las viviendas y de las aldeas nada «espiritual» es visible directamente, sin intermediaciones simbólicas. Y al ser una leyenda, una simple representación simbólica o un mero dicho, tal apreciación queda sujeta a la confianza moral e intelectual depositada en quienes lo hayan expresado y en quien la difunda. Es válido, por supuesto, reproducir la apreciación subjetiva que los propios campesinos germanos, o sus descendientes teuto-brasileños, tenían de sus actividades colectivas, pero, en vez de escamotear su carácter parcial, subjetivo o no-científico, hay que resaltarlo con la mayor claridad. Voluntaria o involuntariamente, la narración de Weimer hace suponer al lector que todo sucedió objetivamente, justo tal y como él nos lo presenta. Podemos especular sobre el proceder de Weimer a este respecto, alegar por ejemplo que, estando consciente de la subjetividad de la apreciación, decide incluirla en el relato por el simple hecho de haber sido una idea aportada por los campesinos o por sus descendientes entrevistados o tan sólo porque la considera una frase hecha que pertenece a la bibliografía consultada (como pudo suceder cuando incluyó la expresión «espíritu místico» en el segundo apartado, El partido general), no una teoría científico-social que habría que discutir por su probable efecto sobre la investigación base. El problema es que, si este proceder fuera cierto, Weimer estaría confiando, no sólo en la obviedad de su criterio, que pareciera diferenciar exposición de investigación, sino también en un lector que no tendría todos los elementos de juicio al alcance de su mano, ni siquiera si se viera obligado a consultar la versión publicada de la disertación original, pues ahí tampoco aparecen las explicaciones pertinentes sobre el uso de esta y otras expresiones. Encima, aunque «espíritu competitivo» pueda usarse en un solo sentido, esto no significa que no haya de por medio un partido político, intelectual o moral, brasileño o extranjero, que valide o invalide la conexión entre un sentido tradicional y un determinado objeto. En verdad nos cuesta trabajo creer que un hombre práctico como Weimer pudiera inclinarse por el uso de paradojas retórico-poéticas en su presentación preferentemente empirista, por eso queremos suponer que alude al espíritu con el único fin de rescatar aspectos culturales que se pierden de vista en estudios puramente estadísticos. Comoquiera que sea, no dejaremos de averiguar aquí y en la Undécima parte de nuestro ensayo, si el uso de la idea de «espíritu» se relaciona directamente con la tesis weimeriana de la «resistencia cultural» o no; aunque también, claro está, con la «libertad» con la que sintetizó su estudio.

sábado, septiembre 01, 2018

Arquitectura, cultura y lucha de clases en Brasil (Novena parte)

POR MARIO ROSALDO




1

LA ARQUITECTURA RURAL DE LA INMIGRACIÓN ALEMANA

(continuación)

El trasfondo de este tercer apartado, por lo tanto, es el esquema teórico de que la «resistencia» latente de la inmigración germana se ve favorecida por su alejamiento de los centros de control, por la relativa desconexión económica y política que había entre las regiones costeras brasileñas, donde se asentaban las principales ciudades como Rio de Janeiro o Porto Alegre, y sus tierras interiores: «Fue en el hinterland que su resistencia fue más efectiva»[1]. La simpleza de esta aseveración se sostiene sobre el supuesto significado universal del concepto de hinterland, la verdad histórica sin embargo es que dicho concepto se funda en una doctrina geopolítica alemana, que evoluciona con las adaptaciones británicas, francesas y de diversas otras nacionalidades, desde el siglo XIX hasta la primera mitad del siglo XX, para convertirse en un término presuntamente científico en diversas disciplinas como sociología, economía, geografía, política e historia. Es decir, hay que aceptar esta evolución y su sentido multidisciplinario actual para poder ver la misma imagen que Weimer tiene en mente, de otro modo la simpleza de la aseveración desaparece, se pierde. Esto nos muestra en efecto que no estamos ante un puro empirismo como nos quiere hacer creer el arquitecto gaucho en este «resumen libre» de su disertación de maestría. Acaso previendo esa pérdida, Weimer describe un poco lo que serían propiamente los hechos corroborables: «Allí consiguió romper la rigidez del trazado de las calles desviándolas hacia el lugar de más fácil acceso al riachuelo, hacia lo más cerca de la venta o rodeando los accesos más empinados. Fue en el entroncamiento de las trochas [picadas] que intentó reconstruir un remedo de aldea construyendo la venta, las oficinas artesanales, el salón de baile, la escuela y la iglesia». Pero Weimer no demuestra, ni con hechos ni con argumentos, que el trazado estatal de los caminos rectos, al prescindir de todo accidente natural, tuviera por objetivo desalentar las adaptaciones a la topografía que los campesinos inmigrados debieron hacer según se necesitaba. De tal suerte que, esa presunta oposición de la inmigración germana a la línea recta, sugerida por Weimer, no puede entenderse sin más como una «resistencia cultural» contra el poder estatal brasileño, un poder ciertamente político y cultural. En vez de esto, es preciso observar que, por un lado, es Weimer quien imagina el trazado rectilíneo u ortogonal como un esquema estatal (político-cultural) intencionadamente dominante, o hasta agresivo, dirigido contra las costumbres atávicas de los inmigrantes; y que, por el otro, como toda gente práctica, los campesinos debieron proceder ante el terreno reconociendo los recursos que ofrecía éste y la experiencia que poseían ellos mismos para aprovecharlos al máximo. Nos parece más congruente pensar que tal ruptura del trazado de las calles debió obedecer primero a la necesidad y, luego, con el tiempo, a la colisión entre una cultura centralizante y otra no-centralizante (como sostiene en esencia Weimer), y eso último —hay que subrayar— condicionado por los claros o vagos recuerdos que los campesinos germanos conservaban de la cultura ancestral en la memoria colectiva. El mismo Weimer nos hace saber que, aunque se tuviera memoria perfecta de las organizaciones aldeanas centroeuropeas, y de las construcciones de sus principales edificios, la inmigración germana no podía o no intentaba siquiera reproducirlas fielmente en el sur del Brasil. El «remedo», sin embargo, a juicio de Weimer —se entiende—, probaría con su solo registro en la historia y en los hechos de la colonización germana de Rio Grande do Sul, que la «resistencia cultural» germana existió desde ese primer momento fundacional. Como acabamos de expresar, en realidad esto es difícil de demostrar, no sólo porque el Estado brasileño no se opuso nunca a la colonización por parte de los inmigrantes alemanes, ni sólo porque durante la apropiación de la naturaleza sulriograndense el campesino recién llegado se valió tanto de sus intuiciones y sentidos como de los conocimientos objetivos que había elaborado a través de ellos a lo largo de los años, sino también porque el precedente en Europa Central no fue nunca una «resistencia cultural» a abandonar sus aldeas y comarcas, sino la búsqueda vital de refugio en un lugar donde las condiciones fuesen menos violentas para los campesinos. Eso, claro, si entendemos por «resistencia cultural» la lucha no-armada entre un poder dominante y un grupo disidente, que defiende y difunde clandestinamente sus ideas revolucionarias o democráticas[2], no la inserción voluntaria de una cultura en otra, que la recibe y que, necesariamente, tenderá a absorberla como mínimo en lo económico y en lo político.

domingo, julio 01, 2018

Arquitectura, cultura y lucha de clases en Brasil (Octava parte)

POR MARIO ROSALDO




1

LA ARQUITECTURA RURAL DE LA INMIGRACIÓN ALEMANA

(continuación)

Este es el párrafo que abre el tercer apartado, La organización de una trocha [picada] teuto-gaucha[1], «A fines del siglo XVIII, Alemania entró en el proceso de industrialización y la población rural sintió en carne propia las consecuencias de la reestructuración de los medios productivos y de la organización social. Si antes de la industrialización la vida del agricultor no era fácil, cuando tuvo que cargar con el alto impuesto para la acumulación de capital, su vida se volvió insoportable. La solución fue emigrar y cerca de cinco millones de alemanes dejaron su tierra durante el siglo XIX. La mayoría se dirigió a los Estados Unidos y una parte minúscula (cerca del 2%) al Brasil, de la cual la mitad vino a Rio Grande do Sul»[2]. Aunque podemos decir que en este tercer apartado se desvanece mucho más el trasfondo teórico-histórico de los dos primeros, que, como ahora se sabe, tratan de las regiones campesinas germanas, de los sistemas constructivos y de los tipos de vivienda, es obvio que conceptos como «proceso de industrialización» y «acumulación de capital» no pueden entenderse sin la discusión crítico-económica que todo este tiempo ha intentado comprenderles y explicarles en el campo de las ciencias sociales. Weimer la omite con la clara intención de resaltar el componente empírico; tal vez supone que el lector podrá captar en general lo que quiere decir con ellos. Y, a decir verdad, la idea se capta en general. El problema surge cuando corroboramos cada concepto con el acontecimiento al que nos remite. No decimos que Weimer no tuviera conciencia de esto, sino que sacrifica el detalle por el efecto general. Después de todo, queremos pensar, siempre se podrá consultar su disertación de maestría, en la cual se basa este «resumen libre» que estamos estudiando. Veamos, entonces, la disertación. En el capítulo inicial de Arquitetura Popular da Imigração Alemã, «A Alemanha no século XIX», Weimer sitúa los efectos de la revolución industrial sobre el agricultor germano en el segundo cuarto del siglo XIX[3]; por lo que hemos de pensar que la ubicación a finales del siglo XVIII, señalada arriba en el «resumen libre», corresponde más bien al proceso general europeo de industrialización. Según el historiador Jacques Droz, Francia y Alemania eran países predominante rurales todavía hasta fines de los 1840[4]. Lo mismo sucede con el concepto de «acumulación de capital», que, desde el punto de vista teórico, resulta incongruente con una clase que explota a los campesinos prusianos exigiéndoles altos tributos por las tierras que habían pertenecido a los antiguos feudos, antes de la Revolución Francesa y de la difusión del liberalismo a través de Napoleón. Nos referimos a la nobleza rural prusiana, también conocida como los Junker. Esta clase no se convierte en capitalista con la recolección de impuestos ni con la recuperación de sus tierras, por lo menos no en el período de la Restauración, que es al que alude Weimer en la disertación, sino que se mantiene reaccionaria y semifeudal[5]. Cuando Weimer describe cómo la nobleza rural impone altas tasas a los agricultores para recuperar las tierras feudales, que el miedo a perder todo les había hecho entregarlas a sus siervos, pone el énfasis en que aquélla lo hace «en términos capitalistas»[6]. Es decir, sin discutir el alcance de esta expresión nos da a entender que, al destruirse el sistema feudal, no sólo los campesinos habían quedado en manos de la nobleza en general y de la nobleza rural en especial, sino que también esta nobleza se veía sometida a los intereses de la banca nacional y extranjera. De este modo, la alianza entre la nobleza rural, detentadora del poder político, y la burguesía capitalista, dueña del poder económico, no habría sido otra cosa que la inserción obligada de la clase gobernante en el pujante proceso internacional de acumulación de capital. Weimer adelanta ahí mismo que uno de los efectos de la revolución industrial en el campo había sido el reemplazo del trabajo artesanal por la producción fabril, trabajo que, para el campesino, era «una de las formas suplementarias de adquisición de ingresos»[7].

martes, mayo 01, 2018

Antecedentes del debate crítico contemporáneo: orígenes del irracionalismo 13

POR MARIO ROSALDO



2. LA DESTRUCCIÓN DE LA RAZÓN
(Continuación)


En el último párrafo de este pasaje en específico, Lukács explica dos circunstancias, las cuales en su opinión habrían impedido a Schelling llegar bastante lejos a la hora de satisfacer las hipotéticas exigencias de la burguesía reaccionaria berlinesa. La primera sería particular: su adhesión personal o individual a «la religiosidad ortodoxa». Y la otra, general: al estar influidos por «la filosofía clásica alemana» y «por sus tendencias hacia el pensamiento dialéctico», los filósofos burgueses se habrían sentido obligados a extender las concesiones que hacían a la ciencia hasta la dialéctica, y esto también habría repercutido en Schelling. Pero, desde el mismo comienzo de la explicación, Lukács califica la lección universitaria de 1841, sobre la nueva filosofía schellingiana, como una «proclamación del irracionalismo»[1]. Y lo hace después de haber citado a Engels diciendo que Schelling no admitía de ninguna manera ser irracional, y un instante antes de sostener el propio Lukács que Schelling se adhería «a la religiosidad ortodoxa, que en aquel tiempo aún tenía la pretensión de ser una racionalidad superior y no un craso irracionalismo»[2]. Razonemos: si en lo general no se aceptaba que el enfoque religioso fuera un puro irracionalismo, y si el Schelling de Lukács en lo particular se adhería a dicha «pretensión», ¿cómo ocurre entonces que al final se proclama un filósofo irracional? Queda claro que esta burda afirmación por sí sola no prueba la existencia de tal proclamación, sino que estamos ante un simple juego de palabras, ante la tajante interpretación partidista de Lukács, en la que el objeto real ha sido desplazado por el concepto lukacsiano de ideología y por los requerimientos doctrinarios asumidos como método y marco teórico. Lukács expone en realidad una interpretación propia presumiblemente avalada por los jóvenes Marx y Engels. Consideremos la primera circunstancia propuesta por Lukács. Es verdad que en Philosophie der Offenbarung o Filosofía de la revelación, Schelling rechaza expresamente el «ateísmo insolente» por «exponer conceptualmente a Dios sólo como en un proceso necesario»[3], y que aborda el estudio del viejo y el nuevo testamento, de los dogmas cristianos, para mostrarlos como evidencias o pruebas palpables de la aspiración humana a volver a la unidad originaria, a la conciencia primigenia, a lo infinito o divino. Pero esta no es una «adhesión» de última hora, realizada por Schelling en Berlín a partir de las hipotéticas exigencias de la reacción restauracionista encabezada por el monarca, según defiende Lukács. Los hechos le contradicen: la verdadera trayectoria filosófica de Schelling, que Lukács como es natural no reconoce nunca, prueba que aquél se interesa en la religión y sus dogmas mucho antes de la Restauración. Ello no comienza en 1804, no bajo la influencia de los amigos de Jena; tampoco en un punto imaginario entre la publicación de Filosofía y religión y los años 1830, cuando Schelling enseña su filosofía de la revelación en la universidad de Munich; mucho menos a mediados de septiembre de 1841, con su llegada a Berlín a causa del nombramiento real. Comienza desde los años de estudio en el seminario y la universidad de Tubinga, como se puede corroborar en sus escritos juveniles y en sus cartas, si los estudiamos sin esquemas preconcebidos; sin buscar en ellos las etapas establecidas por la academia, en especial sin privilegiar el presunto idealismo objetivo imaginado por Hegel.

jueves, marzo 01, 2018

Antecedentes del debate crítico contemporáneo: orígenes del irracionalismo 12

POR MARIO ROSALDO




2. LA DESTRUCCIÓN DE LA RAZÓN
(Continuación)


El convencimiento y las conclusiones de Lukács no se detienen ahí, continúan en la segunda parte del párrafo y todavía en el subsecuente. Lukács se anima a repetir en seguida todo lo previamente dicho acerca de la evolución contradictoria de la situación histórica, de la exacerbación de la lucha de clases y de su efecto en la actividad filosófica y política de los bandos en pugna[1]. No tanto en calidad de mera repetición del esquema conocido como evidente desarrollo ulterior y conclusión derivada de aquél. Más aún, Lukács no quiere solamente agregar nuevos datos al esquema, también quiere valerse de él para entrar a un nuevo nivel de la argumentación. Y esto no hay que perderlo de vista. Naturalmente, Lukács tiene claro el propósito de la repetición o del desarrollo ulterior de algunos temas ya expuestos, pero ese propósito se hace patente al lector hasta el tercer y cuarto párrafos de este pasaje en particular, no antes[2]. Por otra parte, podemos explicarnos la repetición o el desarrollo ulterior del esquema ya discutido si consideramos estas dos razones, una, teniendo que ver con el rigor de la investigación y el método y, otra, con cierta libertad literaria en la elección del estilo de la exposición. La primera razón sería que, si bien el modelo marxista permite visualizar el fenómeno y la esencia desde la perspectiva del materialismo histórico reproduciendo el movimiento de las contradicciones en el plano objetivo, y el de sus repercusiones en el plano subjetivo, para el estudio independiente de este segundo plano, hace falta una crítica inmanente; esto es, una crítica que, tomando partido por la revolución y el progreso, pues no hay ideologías inocentes o ninguna es neutral, sepa calar hondo en las tendencias filosóficas resultantes de la determinación material. La segunda razón en cambio sería que, a la par de la claridad, Lukács busca igualmente la congruencia lógica y la amenidad estética de su discurso para que el lector no sólo capte el sentido de sus palabras, sino que también mantenga el interés de principio a fin en cada pasaje de su escrito. En una exposición didáctica se repite hasta dejar claro aquello que se quiere comunicar porque es difícil de imaginar o porque no todo el público está habituado a ver las cosas conforme a un modelo dialéctico. Este no es desde luego el caso. Por lo demás, Lukács no siempre hace concesiones al público, deja que el lector investigue, o supone que éste en general está informado del asunto. Pero, aquí, es obvio que incluso el lector marxista puede tener problemas al intentar captar las ideas de Lukács, pues nuestro autor propone un procedimiento desacostumbrado: trabajar un breve instante en el segundo plano, aprovechando el impulso del enfoque del materialismo histórico para adentrarse en aquél, en la sola esfera de la filosofía dialéctica, en el puro plano de las ideologías.

miércoles, enero 24, 2018

Tradición y modernidad en Juchitán Segunda y última parte

POR MARIO ROSALDO




De 1880 a 1910, Juchitán se integró parcialmente al país por medio del ferrocarril, el telégrafo, el giro postal recíproco y la construcción de algunos caminos vecinales. Aunque habían surgido dos haciendas, cuyos cultivos se exportaban principalmente a Europa, y se daba un continuo incremento en la explotación minera en el distrito de Juchitán, la venta de las tierras comunales no había podido ser consumada del todo por el gobierno de Díaz; así, campesinos, pescadores y ganaderos todavía podían producir y distribuir para el mercado local, y en algunos casos sólo para el consumo doméstico. A la par de un avance en la educación, que hacía posible que algunos juchitecos concluyeran sus estudios profesionales en la capital estatal o en la capital federal, había analfabetismo entre las familias más pobres o más reacias a la educación moderna. En todo el distrito había varias escuelas de «primera» y «segunda calidad». La cabecera del distrito, además de la vieja iglesia, el nuevo palacio municipal y el cuartel, contaba con un hospital militar, uno de los diez que existían en todo el país. Es probable que el juzgado y la prisión se hayan ubicado primero en el edificio del cuartel militar y después en el palacio municipal. Como en cada uno de los municipios de todo el país, en el distrito de Juchitán había presidentes, tesoreros y agentes municipales, pero el máximo representante del gobierno central era el jefe político, jefe de zona o prefecto, quien, por lo regular, ostentaba algún alto grado militar. Por causa de esta integración incompleta a la economía nacional, y por los actos de rebeldía, unas veces reales, otras veces ficticios, el distrito juchiteco estaba sometido a un constante escrutinio político-militar respaldado por una guarnición y el jefe político. Precisamente, el deseo de integrar plenamente el distrito de Juchitán y en general el sur del Istmo de Tehuantepec a la economía nacional, a través de la venta de las tierras comunales, esto es, a través de la introducción de la propiedad privada, hacía decir a los porfiristas que esas tierras potencialmente ricas, se desperdiciaban en las manos insuficientes de los campesinos zapotecas, y también que Juchitán no era más que un pueblo indígena de casas de adobe, que no se comparaba ni a Tehuantepec ni a la ciudad de Oaxaca, ciudades que, en su opinión, se asemejaban bastante a las del resto del México progresista. Había una verdadera campaña para convencer a la opinión pública de que la apuesta por la propiedad privada y la consiguiente venta de tierras nacionales a las compañías extranjeras era razonable y justificada. Huelga decir que ante cada sublevación de pequeños grupos facciosos locales, la prensa porfirista generalizaba tachando a toda la población juchiteca de incivilizada e inmoral, repitiendo lo que se había dicho antes, durante el gobierno de Juárez. Los partes oficiales porfiristas diferenciaban claramente entre los facciosos y el pueblo, pero más para restarle importancia a los alzamientos que para reconocer virtudes a los juchitecos. No faltaban vecinos o testigos presenciales, quienes, queriendo ser justos, aseguraban que el pueblo de Juchitán era en sí pacífico y amable con los visitantes, o que no tenía nada que ver con los sublevados.

lunes, enero 01, 2018

Antecedentes del debate crítico contemporáneo: orígenes del irracionalismo 11

POR MARIO ROSALDO



2. LA DESTRUCCIÓN DE LA RAZÓN
(Continuación)


Lukács deja a Baader y vuelve a ocuparse de Schelling. Lo primero que hace, al decirnos que hay una «agudización de la lucha de clases» la cual, por un lado, se refleja sobre el «movimiento radical de desintegración, sobre el hegelianismo de izquierda» y, por el otro, también afecta al pensamiento reaccionario, que asume «posiciones románticas puras mucho más absurdas que las de la época de la Santa Alianza»[1], es recordarnos que esta «consideración intermedia» la escribe siguiendo su interpretación del modelo de la base y la superestructura. Así, pues, el esquema de la determinación del todo sobre la parte es a la vez el esquema de la definición de los tipos que intervienen en la historia; entendemos que éstos no serían una construcción mental del autor, sino un resultado real de la «situación objetiva». En otras palabras, entendemos que se podría reconocer un tipo u otro de pensamiento y acción identificando la causa que los casos de estudio abracen en la lucha de clases, estén o no conscientes de su elección. En el plano general de los tipos, Lukács compara a Schelling con los reaccionarios y a los jóvenes Marx y Engels con Balzac y Heine. Con tal comparación acentúa la contradicción entre el carácter absurdo del puro romanticismo y la racionalidad de los críticos sociales más notables. En el plano particular de los tipos, Lukács afirma que Balzac ve la situación más claramente entre sus contemporáneos en Francia. Y que Heine comparte esta misma claridad de visión en Alemania. La excepción, agrega, son Marx y Engels porque ven a través de la situación aún más claramente que Heine[2].