jueves, noviembre 07, 2013

Después de la arquitectura moderna de Paolo Portoghesi (III/IV)*

POR MARIO ROSALDO





ESTUDIO CRÍTICO DEL CAPÍTULO 1. LA PISTA DE CENIZA[1]

Para suscitar en nosotros la unánime repulsa hacia el movimiento moderno y sus ideales, Portoghesi recurre más a la dramatización de las apariencias que al desglose objetivo de los hechos. De entrada nos pone ante el esquema de los opuestos, ante la drástica alternativa de lo mejor o lo peor, del retomar lo mejor de la tradición o el arrancar desde cero destruyéndola, arrasándola. Pero olvida mencionar que tal alternativa es en realidad un esquema interpretativo que plantea y discute la crítica arquitectónica italiana del período 1927-1931[2], y que heredan desde la posguerra del 45 hasta los años setenta los nuevos representantes de la misma, no es un esquema ni una discusión del movimiento moderno de Gropius, Doesburg y Le Corbusier. Sólo al nivel más abstracto podemos hallar conexiones entre el movimiento moderno, o Kraus, y la interpretación de tendencia nacionalista que hace la crítica italiana de las demandas del futurismo de Antonio Sant'Elia, del racionalismo de Adolf Loos y del Esprit Nouveau de Le Corbusier, interpretación que ciertamente Portoghesi comparte. Este mismo esquema de los opuestos lo aplica luego Portoghesi en su definición de la arquitectura moderna; como para él es incuestionable la lógica que establece que los ideales de ésta son causa directa de «la dramática situación en que se encuentra hoy en día la cultura arquitectónica»[3], descubre que dicha arquitectura moderna se divide en dos, la que corresponde a la forma ideal de los principios teóricos y la que es propiamente el desastroso resultado de su práctica. En este esquema de lo ideal y lo real es imposible elegir una opción, la primera porque no existe y la segunda porque se ha destruido a sí misma. No queda, pues, más que renunciar a ambas.

Portoghesi señala que la arquitectura moderna, entre comillas, «constituye con sus convenciones, sus dogmas, sus grandes experiencias, el gran arquetipo, corrompido y traicionado en su interpretación, como un especie de sagrada escritura... »[4] ¿Insinúa Portoghesi con esto que una interpretación de sentido y valor contrarios habría resuelto mejor el problema de la arquitectura moderna y sus fieles? No, cuando se entiende de antemano que la opción es inviable desde su planteamiento, que la colisión de opuestos sólo lleva a un círculo vicioso. Según el esquema de Portoghesi, enfrentar una interpretación desacralizante a otra sacralizante es más bien volver a caer en la trampa de la dialéctica. Para evitarla, él cancela toda elección de opuestos: no dice cuál es o cuál puede ser la solución acorde a uno u otro extremo; se limita a registrar la existencia de una lucha entre esa arquitectura moderna, que —se entiende— debiera merecer nuestra condena, y la resistencia legal que desde hace mucho se ha levantado contra ella, y que —también se entiende— debiera recibir nuestro apoyo. El dramático esquema del par de opuestos se repite incluso en la remisión al pretendido funcionalismo de la arquitectura moderna. Portoghesi rechaza la concepción que reduce este funcionalismo al lema «forma y función», porque esta síntesis de los opuestos le parece ingenua comparada con la que ha hecho fracasar al moderno. Como en su opinión, al combatir la ortodoxia académica, «la cultura de la arquitectura moderna» termina por volverse no sólo preceptiva y normativa, sino también inflexible o dogmática, Portoghesi propone resaltar este aspecto y hablar de un «estatuto funcionalista», de una ley no promulgada que se habría impuesto sobre la práctica arquitectónica mundial amparada por «parte del potente establishment de la crítica oficial»[5]. La fórmula de Portoghesi supera la síntesis ingenua, en efecto, pero ella misma es otra síntesis; ¿cuáles son los opuestos que pretende resolver? No es, como puede parecer al principio, la simple oposición del pasado y el presente, en la que se revalora uno y se desprecia el otro. Es más bien el problema de la continuidad histórica o cómo pasar del estancamiento del presente a las posibilidades reales del futuro.

En ese mismo pasaje, Portoghesi considera que parte de este estancamiento, de esta situación sin salida, es la separación que se da inexorablemente entre la arquitectura moderna ideal y la arquitectura moderna real. Se entiende que, pese a los elevados principios de la primera, que apuntaban a un cambio profundo y positivo en la sociedad, la segunda habría terminado por corromperlos y traicionarlos no sólo estatuyéndose como un poder, sino también aliándose con él. Ahora bien, cuando Portoghesi se refiere al «poder», aparentemente sólo habla de una lucha en el territorio de la «cultura arquitectónica», es decir de una lucha en el plano ideológico, entre los que rehúsan someterse al «estatuto funcionalista» y los que levantan una «barrera de indiferencia» a modo de defensa de la «cultura de la arquitectura moderna», que justo resiste «por su sólida alianza con el poder». Pero, al iniciar la discusión diciendo que «La “arquitectura moderna” (...) hace mucho tiempo que está procesada»[6], nos transmite un doble mensaje: por un lado, que esos disidentes no están solos, que les respalda otra forma del poder, la de la razón y la justicia, es decir, el poder judicial, que es efectivo e independiente en una verdadera democracia; y, por el otro, que la arquitectura moderna ha cometido el grave delito de traicionarse a sí misma, de apartarse de sus fundamentos, por lo que es considerada desde hace mucho como un presunto criminal con el que más vale no asociarse. De modo que el esquema de los opuestos se repite aquí también. Un poder espiritual que se combate con otro, y un poder material que presta sus servicios a la procesada, pero que tiene que apegarse a sus propias instituciones legales, a sus propias formas espirituales, si es en verdad un poder justo. Por tanto, en esencia, Portoghesi opone dos sentidos y valores generales del concepto poder: el negativo que asocia con las referencias más bien abstractas «del sistema industrial», «la sociedad industrial», el «establishment», «la crítica oficial», y «la burguesía [de la primera época de la arquitectura moderna]»[7]; y el positivo, que Portoghesi se abstiene de mencionar, pero que precisamente por su omisión resalta: los conceptos abstractos de Estado, sociedad civil, sociedad democrática y crítica independiente.

Este esquema de opuestos abstractos, donde al final ningún extremo es mejor que el otro, se funda en el supuesto filosófico de que la sola generalidad del conocimiento puede explicar de por sí todo, tanto lo existente como lo ilusorio. Por eso es que Portoghesi da por hecho lo que en realidad es todavía una mera presunción. Aunque intenta seguir el clásico tratamiento que va de lo general a lo particular, pues hacia el final del capítulo distingue dos fases de la «génesis» del «estatuto funcionalista», como historiador Portoghesi deja mucho que desear, pues se detiene en el umbral del problema que hace falta describir y explicar. Opta por darle la vuelta y seguir el viejo camino de los prejuicios. El sostener la tesis de una arquitectura moderna ideal, tan sólo para desecharla con su antítesis, le lleva a suponer principios comunes modernos y a prescindir de todas las diferencias reales. En lugar de esas diferencias reales coloca las ideas fijas y preconcebidas con las que, hasta la fecha en que escribe su libro, se atacaba al movimiento moderno. Así es como imagina que la generalidad de los arquitectos modernos, por lo menos al inicio del movimiento, luchaba contra el «poder», y sólo para más tarde entregarse a la complicidad con el mismo y a su propia corrupción. ¿Cuál es la intención de Portoghesi al presentarnos estos y otros imaginarios pares de opuestos? No es desde luego hablarnos de contrarios dialécticos que se resuelven por medio de síntesis progresivas y superadoras, sino, todo lo contrario, para negar esta posibilidad. La simple evocación de las colisiones dialécticas entre la arquitectura moderna ideal y la arquitectura moderna real habrían demostrado ya de manera suficiente a los lectores de Portoghesi que todas ellas se habían traducido, de un modo u otro, en el círculo vicioso del que urgía escapar a fines de los setenta. Que la solución dialéctica era inviable, eso lo debía probar con toda claridad esa lamentable alianza con el poder negativo, contra el que la arquitectura moderna se habría sublevado inicialmente como su antítesis. Más que el idealismo de que la forma vendría como consecuencia orgánica de la función, lo que la había llevado a la crisis y hasta al fracaso que vivía en esos años, habría sido el querer detener la historia. La intención de Portoghesi, pues, no es volver sobre los pasos del moderno, hacia un equilibrio dialéctico, ni nada parecido, sino hacernos admitir que dentro de esa lógica ya no hay una solución congruente a la vista, que en ella estamos ya en una situación indecidible e insoportable, y que lo único que nos resta es encontrar una tercera vía inédita que no tome partido por ninguna de las opciones ilusorias, sino que sea capaz de devolvernos a la realidad.







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NOTAS:


[1] Portoghesi, Paolo; Después de la arquitectura moderna; Editorial Gustavo Gili; Barcelona, 1981.

[2] Este es el período que consigna Gillo Dorfles para el referido debate crítico, del que afirma haber sido uno de los protagonistas a partir de 1929. Renato de Fusco en cambio establece límites oscilantes entre 1926 y 1936, con el precedente de la crítica de Benedetto Croce. Véanse: Dorfles, Gillo; Arquitectura moderna; Editorial Seix Barral; Barcelona, 1967; pp. 42-45. Y De Fusco, Renato; La idea de arquitectura, Historia de la crítica desde Viollet-le-Duc a Persico, Editorial Gili, Barcelona, 1976; capítulo 6, La crítica de arquitectura en Italia; pp. 181-216.

[3] Portoghesi, Paolo; Ibíd.; p. 25.

[4] Ibíd.; p. 26.

[5] Ibíd. Subrayado original.

[6] Ibíd.

[7] Ibíd.; pp. 26 y 27. Subrayado original.



*Texto basado en nuestro estudio realizado del 29 de diciembre de 2008 al 3 de enero de 2009, en nuestro Cuaderno 2008(10)/2009(1).

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